Todo un año en Kunta Mana
Cada vez que tengo que salir a algún caserío se repiten siempre los mismos sentimientos.
El más evidente, y del que ya les hablé cuando estuve en Holanda, es el del miedo que siento cada vez que tengo que salir al río y
tener que subirme a uno de esos “peque-peques”. Pero una vez que empezamos a
navegar y miro a mi alrededor, sólo veo agua (el caudal medio es de 13.500
m3/s, mientras que el del río Ebro es de unos 600m3/s); y ese miedo pasa a ser fascinación,
felicidad, agradecimiento… y me descubro pequeño, rodeado de una maravillosa
creación. Creación que debemos empezar a cuidar (Laudate deum).
Una vez que llego al caserío, otro sentimiento que se repite es el de
admiración. Admiración por las gentes que lo pueblan. Personas que viven en
casas construidas solo con tablas y que sólo poseen lo necesario. La mayoría de
esas casas no tienen luz eléctrica ni agua corriente. Por el pueblo se ven niños
que corren descalzos sin importarles si hay ramas, piedras o excrementos de los
muchos perros que siempre encontramos; niños que aún conservan esa inocencia
que se pierde con los dichosos móviles; niños que te sonríen cuando les haces
alguna mueca; niños que pronto dejarán de serlo porque deben ponerse a
trabajar…
Mi última visita fue al caserío Nuevo Suhaya, el 7 de Octubre, en medio
de las fiestas de San Francisco, patrón de esta ciudad, y las fiestas por el 123
aniversario de la fundación de esta provincia. Y han sido precisamente durante
esos primeros días del mes de octubre cuando he caído en la cuenta que llevo
aquí, en esta tierra de Cunta Mana, que en shipibo significa cerro de palmeras,
un año. Jamás pensé que llegaría a vivir tanto tiempo fuera de mi España
querida.
Durante este año han sido muchas las cosas que he aprendido de estas
gentes, de sus costumbres, de su cultura. Un aprendizaje que, en algunas
ocasiones, no ha sido fácil. Pero aún sigo aprendiendo.
Algo que no deja nunca de sorprenderme es la relación de este pueblo
con la muerte. Ya les conté que un cadáver se puede llevar hasta tres días para
ser enterrado. Las altas temperaturas, el que se vele en la casa del difunto
con ventiladores (quien los tenga), hace que las condiciones no sean las más
adecuadas y cuando llegan a la iglesia para el responso, ya se pueden hacer una
idea del olor.
Pero algo que me ocurrió no hace mucho me resultó más impactante. Viene
una mujer para que le haga un responso a su sobrinito que nació muerto. Así que
me fui a su casa; una casa hecha sólo de maderas y junto a una loma que hace
muy difícil el acceso. Al entrar me encuentro a un señor tumbado en una hamaca
mirando el móvil (era fútbol), a continuación había una habitación en la que se
oía una música alta; al fondo estaba lo que parecía la cocina con una mujer
limpiando las cacerolas; a la izquierda había otra habitación con un niño
mirando la televisión (Bob esponja) y en una esquina a mi izquierda, justo
detrás de la puerta de entrada, había un señor muy mayor, el abuelo de la
familia, y encima de una mesa con una sola vela que se consumía rápidamente,
estaba el niño, metido en una pobre cajita. La señora que me acompañó, tuvo que
avisar a todos para que vinieran a acompañarnos en el responso. La señora que
estaba en la cocina, era la mamá del niñito. Una vez que acabamos la oración,
la mamá volvió a sus quehaceres… el señor que estaba en la hamaca, ni se movió
(era el padre del bebé). Estuve varios días pensando en aquella situación y no
llegué a nada claro, y cada vez que lo recuerdo, algo se me mueve dentro que no
soy capaz de explicarlo. Es una extraña sensación entre “una forma exagerada de
normalizar la muerte”, desconcierto, pena y no sé qué cosa más.
Hay algo más que me llama la atención, y es cómo vive este pueblo la
fe. Se trata de una fe muy débil, como cogida con pinzas, muy sencilla. Claro
está que no es lo general, pero la mayoría vive una fe muy débil. Debido,
quizás, a una educación muy básica, muy pobre.
No es raro encontrar personas que vienen los domingos a misa y traen
sus “tachos” de agua para que la bendiga. El agua bendita la usan para
“limpiar” la casa de los “espíritus” de los difuntos. Cada vez que una persona
muere, es costumbre aplicar una misa cada mes durante muchos años; pero,
además, cuando el difunto ha sido enterrado, es habitual pedir agua bendita
para “limpiar” la casa y hacer el que espíritu de ese difunto deje de molestar
a los moradores de esa casa.
Además, puedo asegurar que, muchos de los que se acercan a la iglesia o
a los padrecitos, no es por la fe, sino porque van buscando algo, tienen otro
interés, como buscar o conservar un trabajo, algún apoyo que, generalmente, se
traduce en dinero, algún favor especial por ser, por ejemplo, catequista… en
definitiva, es una fe condicionada por si me das lo que quiero. Y si no me lo
das me voy a otro sitio.
Y ya tenemos los ingredientes necesarios para que los católicos vayamos
reduciendo en número y, en muchas ocasiones, en calidad. Bien es verdad que no
todas las personas que vienen a la Iglesia piensan de la misma manera. Hay
gente, especialmente mujeres, que si viven y cuidan su fe. Y tienen una “vida
eclesial” aceptable. Pero si los cristianos católicos queremos seguir en estas
tierras, tenemos que cambiar la forma de pensar y estar. Ya no vale una fe
doméstica, de misa dominical y ya… En este sentido, los evangelistas nos están
ganando terreno, y de seguir así, de aquí a unos años, los cristianos católicos
seremos simplemente un recuerdo.
Otra situación que me sorprende cada día es el sistema educativo. No
hace mucho leía un informe encargado por el Ministerio de Educación sobre la
región de Loreto, en el que se decía que el 25% de la población es analfabeta. Aunque
daba muchos datos más, me quedé con esa cifra que me resistía a creer; pero el
día a día con estas gentes, me hace pensar que ese 25% se queda corto.
Sólo hay que darse una vuelta por los muchísimos colegios que tiene
este pueblo, y preguntar cuántas horas lectivas tienen durante el curso, y de
seguro que salen muy pocas. Casi todos los meses tienen alguna semana de
actividades… que si la semana de la Educación Física, que si la semana de
Primaria, o Secundaria, que si hay que ensayar el desfile para las fiestas
patrias… y un sinfín de actividades extraescolares que implica que, los
alumnos, dejen de asistir a clase.
En una ocasión, en una de las muchas reuniones a las que invitan a la
fraternidad como autoridad del pueblo, un director de primaria de uno de los
colegios, dijo una frase que jamás se me olvidará: “no, padre, los niños, a
partir de esa edad, ya no leen libros”. Y se quedó tan tranquilo. Además, a lo
largo de este año me he encontrado con profesores que no saben leer
correctamente un texto.
Esto, indudablemente, forma a personas muy maleables, personas que se
pueden manipular fácilmente; personas que no saben leer, que tienen
dificultades para entender lo que le dice el médico; o interpretar un documento
oficial; o simplemente reclamar un derecho.
A pesar de todas las contrariedades con las que cada día me encuentro,
a pesar de los días tan calurosos que debido a la alta humedad tengo que
soportar, este lugar tiene algo que me atrapa, que me enamora, que hace que
quiera seguir aquí… no sabría explicarlo muy bien.
Después de un año y con todo lo vivido, me sigo preguntando “¿qué hago
aquí, tan lejos de la familia?”. Me consuela pensar que es Dios quien tiene la
respuesta, y que me tiene aquí por alguna razón, y confío en que algún día me
la muestre. Porque todos los documentos de misionología que he leído sobre cómo
debe ser y actuar un misionero, aquí no me han servido para nada, salvo para
saber y experimentar que todo depende de Dios… y eso ya lo sabía.
Por el momento creo que mi sitio está aquí, entre estas gentes de las
que cada día aprendo algo nuevo.
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